El final de El Castillo resulta tremendamente revelador. Kafka murió en 1922 de tuberculosis antes de acabarlo, por eso la historia se interrumpe sin más, en mitad de una frase que queda a medias. Pero al mismo tiempo ese final representa magníficamente lo que es la novela, un laberinto infinito y absurdo que el protagonista - y junto a él, el lector-, recorre cada vez más confundido, donde cada pregunta genera una nueva pregunta, donde cada línea argumental genera innumerables ramidicaciones, y del que parece imposible salir.